Un absoluto disparate

FESTIVAL DE TEATRO CLÁSICO DE MÉRIDA - Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | La comedia de los errores| Según su propia confesión, el primer perro que tuvo Pepón Nieto era una “especie de pastor alemán falso”, un chucho con pinta de lo que aquí siempre se llamó mixtolobo, uséase, malas pulgas y mordisco fácil. Cuando el actor malagueño pensó en un nombre para bautizar su compañía teatral hará alrededor de una década, se acordó de cómo catalogaba la gente a su perro, y así la registró. Desde entonces, Mixtolobo SL ejerce como filial subsidiaria (oficiosa) de Pentación SA, su omnipotente distribuidora (oficial). De lo cual resulta que, hasta lo de hoy, sus cuatro únicas producciones han sido creadas exprofeso para el Festival de Mérida, que invariablemente coproduce sus cosas y que casualmente comparte mandamás con la susodicha omnipotente. Resumiendo: lo que (supuestamente) arriesga Nieto lo financiamos (mayoritariamente) los extremeños para que los réditos se los repartan (íntegramente) el actor y su caritativo gerifalte. No sé si me explico.

El caso… que Pepón y sus adláteres le tienen cogido el gusto —que no el punto— a la comedia de enredo y cada tres años nos endilgan una: debutaron con El eunuco (2014), una libérrima versión del clásico en el que el latino Terencio fusilaba un par de comedias nuevas del griego Menandro; reincidieron con La comedia de las mentiras (2017), una (pos)moderna ensalada aliñada por Pep Anton Gómez y Sergi Pompemayer, con ingredientes de la obra de Plauto —especialmente La comedia de la olla, y, por consiguiente, El avaro de Molière—; abundaron en Molière y en Plauto y en las duplicidades con Anfitrión (2020); y ahora rematan la jugada con La comedia de los errores, en la que Shakespeare remedaba Los gemelos de Plauto —antes de que lo volviera a hacer Goldoni con Los dos gemelos venecianos—. En conclusión, lo que viene haciendo Mixtolobo desde hace diez años es darle vueltas al mismo asunto, a una fórmula fácil de hacer reír y probada de hacer dinero; porque todas y cada una de sus propuestas han sido rotundos éxitos de público… aunque solo de público.

Por suerte, en esta nueva singladura el nivel artístico sube notablemente y gran parte del acierto ha sido ceder el timón a Andrés Lima, una rara avis en nuestro panorama teatral. Porque no abundan figurones con su estatus —cinco premios Max a la mejor dirección de escena, un Premio Nacional de Teatro con su compañía, Animalario, y otro en solitario— ni con su inquietud y su constante labor de investigación —probada en el mismo Festival de Mérida con Tito Anrónico (2009) y Medea (2015)—. De ello se beneficia este absoluto disparate en el que, por un instante, el absurdo y surrealista circo ambulante de los Monty Python parece resucitar ante los ojos del cronista: no por casualidad el elenco del montaje está compuesto por media docena de actores —el propio Pepón Nieto, Antonio Pagudo, Fernando Soto, Rulo Pardo, Avelino Piedad y Esteban Garrido, como trasuntos de los añorados Graham Chapman, John Cleese, Terry Gilliam, Eric Idle, Terry Jones y Michael Palin—. Y el rizo se riza aún más, haciendo honor a la tradición del teatro clásico grecolatino y a las prohibiciones de la dictadura puritana en el teatro isabelino, pues tanto los personajes masculinos como los femeninos son interpretados por hombres, dando lugar a hilarantes representaciones. Mas no terminan ahí las apreturas, porque esos seis magníficos afrontan con descaro y soltura la titánica tarea de encarnar a los dieciocho personajes de la original comedia shakespeariana, intercambiando por el camino roles y tonos, con la complicidad del espectador.

El desmadre evita naufragar merced a una resultona puesta en escena en la que Lima echa mano de algunos de sus habituales tics, como el (ab)uso de las didascalias extradiegéticas —micro en mano— que adornan y aclaran la trama desde los rincones de un cuadrilátero que recuerda mucho al de Urtain, montaje que supuso el verdadero aldabonazo de Animalario en el mundillo teatral. El recurrente empleo de la música, que pasa del sirtaki De Mikis Theodorakis para Zorba, el griego al Tubullar Bells de Mike Oldfield popularizado por El Exorcista, aligera el desarrollo, y sus picoteos en una suerte de techno balcánico transforman el tono chill out inicial del chiringuito playero de su escenografía en una desenfrenada rave que acelera el ritmo del espectáculo hasta alcanzar el clímax con la anagnórisis final.

La versatilidad histriónica de actores como Pagudo —curtido en el humor gestual de Yllana— y del impagable Rulo Pardo —alma mater de otra desternillante compañía, Sexpeare—, anima el cotarro, y el público lo agradece recompensando cada retruécano —gentileza de la versión de un inspirado Albert Boronat— con abundancia de risas y aplausos. El único polizón que chirría entre la tripulación de la venturosa nave es, paradójicamente, el nuevamente monocorde Pepón Nieto, lo cual daría pie a una necesaria reflexión: ¿por qué en tantos y tantos espectáculos sobra precisamente quien más entradas vende?

 

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