Yeisi: bisnes (güo)man

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Julio César | Recién llegada de liarla durante varias semanas en el Cine Teatro El Plata de Buenos Aires, la troupe argentina armada por José María Muscari no supo ganarse el favor del público del Teatro Romano en la inauguración del 68º Festival Internacional de Teatro Clásico. Lo que en el popular barrio de Mataderos, la ‘Nueva Chicago’ del extrarradio bonaerense, fue visto como un alarde de (ultra)modernidad, en Mérida fue percibido como una irrespetuosa traición a los preceptos del drama clásico y el buen nombre de William Shakespeare. Y la reacción se entiende, en parte, porque el aggiornamento se le va de las manos al creador porteño, que convierte una señera tragedia en comedia iconoclasta por la vía de la caricatura.

 

La (per)versión de Muscari deja exangüe un texto canónico a fuerza de transgredir tanto la forma como el fondo. No busquen la altura dialéctica del bardo inglés por ninguna parte. Ni su calado político. Lo único que hay en este “apareamiento entre Versace y Andy Warhol” —Muscari dixit—, es un pastiche desubicado, que será todo lo “catártico, efervescente, transgresor, rupturista” que su autor pretenda, pero que no alcanza a justificar su pretenciosa razón de ser. Hace mucho que la posmodernidad dejó de ser actual y, avanzado el siglo XXI, la mayoría de sus planteamientos son vistos como meros caprichos de artista.

Programado como colofón a la semana del Orgullo LGTBIQ+, el Julio César de Muscari se presenta bajo una premisa más vieja que el propio teatro: todos los papeles masculinos son interpretados por mujeres, y viceversa. Dicho de otro modo, como literalmente se vende desde los textos promocionales, lo que vemos en escena son “hombres con ovarios y sus mujeres de pelos duros en el pecho”. Sea. Mas poco aporta al mensaje de la obra. Si acaso, dispara la comicidad de algunos parlamentos, al tiempo que mengua el veneno de sus dardos.

Al ritmo omnipresente de Nathy Peluso, (la) Rosalía o C. Tangana, aparece sobre el escenario Julio César, el dictador romano, (re)convertido aquí y ahora en JC —pronúnciese Yeisi—, un mafiosillo —con trazas de bisnes güoman— que pleitea en el reservado de un club nocturno, marcado con un cadenón de oro con sus iniciales a la manera del ganado (t)rapero. Su claque luce deportivas de lujo y ropajes que mezclan desacomplejadamente el flúor y los dorados. Uno y otros largan sus discursos entre epatantes morcillas —algunas creadas ad hoc para el (re)estreno emeritense— que despistan constantemente al espectador, quien no sabe a ciencia cierta si lo que contempla está contado desde la Roma clásica, la contemporánea Argentina saqueada o la actualísima España asfixiada. Por el medio, Julio César y Marco Antonio y Octavio Augusto se comen la boca entre ellos, y el protagonista, en vez de ser acuchillado en el senado, cae en una reyerta discotequera. Todo muy cool. Todo muy intrascendente.

Por suerte, el desaguisado se libra del tedio merced al desempeño ejemplar de una compañía de cómicos que, en este caso sí, certifica el notable nivel interpretativo del teatro argentino. Escasa renta para tan arriesgada apuesta.

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