Una verdadera tragedia

FESTIVAL DE TEATRO CLÁSICO DE MÉRIDA - Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | HÉCUBA | A los montajes de José Carlos Plaza acude el cronista pertrechado con todas las precauciones que en el mundo son. Mas, invariablemente, se queda corto. Los inmisericordes prejuicios se ceban, una y otra vez, con el trabajo de una de las (más que discutibles) glorias vivas del teatro nacional, que siempre se las apaña para hacer honor a los malpensados y cumplir, una por una, las escasas expectativas que despierta con cada nueva propuesta. Lo cierto es que esta vez la cosa prometía algo más de lo acostumbrado: un texto inédito por estos pagos (la Hécuba de Eurípides), versionado por un amanuense tan eficaz como Juan Mayorga, sumado al protagonismo, tardío pero merecidísimo, de uno de los mayores animales escénicos que ha parido la península histérica en toda su historia (Concha Velasco), hacían presagiar que, a lo mejor esta vez, el lánguido currículo emeritense del director que un día fue experimental e independiente podría enderezarse. Pero no. A los mojones —dicho con todo el doble sentido que nuestra bendita Real Academia permite— dejados por Plaza en su particular discurrir por el Festival de Mérida a lo largo de los años (La bella Helena, Fedra, Electra), se puede añadir, desde ya mismo, la Hécuba de 2013: un derroche de medios —en el sentido más cabal de la expresión— patrocinado gustosamente por una inquietante figura que maneja el vetusto certamen ejerciendo simultáneamente de juez y parte con la aquiescencia de los politicastros de turno, una casta recalcitrantemente necia y despreocupada; un atraco consentido en el que el director del Festival de Mérida se contrata a sí mismo como productor, y viceversa: o sea, un robo autorizado en el que el director gerente de Pentación Espectáculos se deja contratar por el director del Festival de Mérida —él mismo— como productor de Hécuba, socializando su descomunal inversión entre los súbditos del rey Monago y privatizando las ganancias entre los amigables beneficiarios de un montaje que sus maquiavélicos manejos sabrán exprimir en los meses venideros.

 

Centrándonos en lo visto desde la cávea, y a fuer de ser justos, conviene adelantar que el espectáculo de marras da muy bien en cámara. Lo resumía a las mil maravillas un popular retratista local entre bocado y trago tras la función: “A mí me ha gustado, porque puedo hartarme de hacer fotos”. Pues eso: que José Carlos Plaza, que además de director figura como responsable de la escenografía del invento, ha echado mano del más rancio barroquismo para abarrotar el medio centenar de metros del monumental escenario romano de cachivaches para vestir una puesta desnuda de verdad y de emoción. Mucho atrezzo, muchos efectos especiales, mucho trasiego de extras, mucho trajín de mujeres troyanas… Mucho de todo que termina siendo demasiado de nada; principalmente porque el conjunto escenográfico configura, más allá de las bellas postales que de él puedan extraer los fotógrafos de ocasión, un redundante totum revolutum que hace inútil el rácano empleo del mapping que, durante toda la representación, ilustra el frontis del Teatro Romano con intención de multiplicar las devastadoras consecuencias de la guerra sobre Troya.

Esta vez, ni siquiera se salvan de la quema los bienaventurados hallazgos presentados hace un año por los mismos responsables de la cosa en idénticas circunstancias: la superposición de espacios y tiempos narrativos que el tándem Plaza-Mayorga empleó con fortuna en su (por otra parte) desangelada Electra, se vuelve aquí innecesaria e ineficaz, repetitiva hasta el hartazgo. Eso, por no hablar de la omnipresente banda sonora, más ruidosa que musical, con la que Mariano Díaz ha sepultado la hondura de un texto cuyo mensaje antibelicista y profundamente humanista es incapaz de sobreponerse a semejante tormento cacofónico. Y hablando de música —o lo que quiera que fuera esa diabólica ralladura—, llegamos a la cumbre del despropósito generalizado: unos ilustrativos numeritos musicales, metidos con calzador a modo de presentación, nudo y desenlace, con los que un trío de viudas troyanas despierta, más que la empatía para con el drama que sucede a los desastres de la guerra, la hilaridad del respetable, que en esos inefables momentos no acierta a comprender si despierta de un mal sueño o se adentra en una pesadilla.

Tampoco sale bien parado del envite el elenco principal del drama, sin duda contagiado por el espíritu demodé del conjunto. Eso sí, las mujeres ganan la partida a los hombres: si algo hubiera que rescatar de esta tragedia generalizada, serían sin duda las intervenciones de María Isasi y, sobre todo, de Pilar Bayona, las únicas capaces de tocar la fibra del espectador. Duele, en cambio, comprobar cómo dos soberbios actores como José Pedro Carrión y Juan Gea, deambulan por la escena a voz en grito en busca de un espacio propio que en todo momento les resulta esquivo.

Y, por desgracia, algo parecido le sucede a la estrella indiscutible del proyecto: Concha Velasco se ha pasado media vida esperando un personaje, un texto y un teatro como estos, pero cuando los hados le han brindado tan ansiada oportunidad, ha llegado tarde y mal a la cita. Para colmo, en su camino se ha cruzado un seudoartista negado para la dirección de actores que no ha sabido conducirla por el terreno que la podría haber llevado hasta la gloria eterna. La aparición de la Velasco en el devastado paisaje después de la batalla se debate entre la prestancia y la vergüenza: su reina esclava se esfuerza por conservar los restos del naufragio de su pueblo (y de su clase) pero no da con la tecla. En sus primeros parlamentos pareciera bailarle la dentadura, al tiempo que sus movimientos adquieren un ritmo robótico que el cronista prefiere achacar a los nervios ante un estreno de tal envergadura. Lo cierto es que la cosa mejora según va subiendo la temperatura dramática y, solo entonces, Hécuba Velasco, viuda de Príamo Marsó, acierta a mostrar la rabia acumulada durante años, dando rienda suelta a sus indisimuladas ansias de venganza, que finalmente exorciza exhibiendo una incontenible sobreactuación. O sea, la gran actriz que Concha Velasco lleva dentro se sobrepone a duras penas a las adversas circunstancias; lo cual es (mucho) más de lo que ofrece la mayoría de sus colegas de hoy en día pero (infinitamente) menos de lo que invitan a pensar los ditirambos leídos en la canalla prensa capitalina y las generosas ovaciones regaladas por el público.

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