'Antígona': (mucho) ruido y (pocas) nueces

Tiresias

www.nosolomerida.es | Cultura | Festival de Mérida | Cuentan que el presidente Kennedy dijo en cierta ocasión que "la gran enemiga de la verdad no es la mentira, premeditada, efectista y deshonesta, sino el mito, persistente, persuasivo e ilusorio". En la última de las tres 'Antígonas' que el Festival de Mérida nos ha endosado en este (a duras penas soportable) 2011 la mentira de una puesta en escena premeditada, efectista y deshonesta se enfrenta al mito clásico griego y, ciertamente, este le gana la partida a aquella, con lo que el resultado final es un espectáculo de factura brillante pero alejado sideralmente de la verdad dramática.

El mexicano Mauricio García Lozano, inédito por estos lares hasta ahora, elige la opción equivocada en la disyuntiva shakespeareana entre el ruido y las nueces: aturde merced al (ab)uso del primero y deja hambriento al espectador por la escasez de las últimas. Su propuesta lucirá insuperable como instantáneas fotografiadas o en forma de síntesis audiovisual, pero provoca la insatisfacción del público ávido de sustancia.

Se salva el director visitante del fracaso absoluto gracias a los mimbres con los que elabora su cesto: como él mismo reconoce, en la 'Antígona' de Sófocles se sintetizan los cinco conflictos estructurales de la raza humana: "...jóvenes contra viejos... vivos contra muertos... hombres contra mujeres... individuos contra sociedad... dioses contra humanos..."; y la versión que Ernesto Caballero pone a su disposición, pese a algunos traspiés dialécticos, mantiene viva la fuerza del original y hace comprensible su mensaje al espectador contemporáneo. Lástima que la (arrolladora) creación sonora de Mariano García, la (seudo)poética música compuesta e interpretada por Pablo Salinas y la falta de concentración de los técnicos de sonido -el día del estreno-, reduzcan la potencia sofoclea a su mínima expresión.

Conviene recordar, para los legos en la materia, que (gran) parte del equipo de esta 'Antígona' fue responsable de aquella histórica 'Medea' de hace un par de años: lo sangrante viene a ser que ese conjunto de profesionales ha involucionado (en demasía) y no ha sido capaz de taponar la (desbordada) vena esteticista de García Lozano, que toma lo peor del montaje precedente -la primacía del 'look' posmoderno marca de la casa Pandur tamizado por el realismo mágico centroamericano- y descuida la palabra y, lo que es peor, la dirección de actores.

El postapocalíptico y ceniciento mar de tumbas en que Ricardo Sánchez Cuerda convierte la escena del Teatro Romano y el mar real -de agua, situado en la orchestra- que le sirve de contrapunto envuelven al mito de forma sobresaliente, pero la decisión de dividir el coro de ancianos tebanos de la tragedia clásica en sendos coros -uno, masculino, vivo; otro, femenino, difunto- para separarlos en esos dos espacios resulta mucho más discutible: la voz de la experiencia del texto original se transforma, por gentileza de esta (gratuita) 'modernité', en livianas danzas paridas por la inconsistente mente creativa de Ronald Savkovic.

'And last but not least' -perdón por el desvarío anglófilo-, la interpretación: balance desigual para un elenco al que el programa de mano agrupa como 'solistas', en una clara advertencia de que, más que actores, los protagonistas de esta tragedia son tratados como cabezas visibles de un todo coreográfico que, mal que le pese a sus responsables, contiene más letra que música -¡jodido Sófocles!-.

"Al día siguiente (del estreno) hablaban los papeles..." de una gloriosa aparición de Blanca Portillo encarnando al viejo Tiresias; y no mienten los que saben de esto. Pero opina el cronista que se les va la mano a los expertos (y a los becarios agostales) en el panegírico a una actuación solvente, sin más. Claro que, en un mar de medianías, cualquier ola espumosa hace verano. Sea. Y sea también que Marta Etura promete al comienzo una 'Antígona' rebelde que se apaga con el pasar de los minutos: el nervio vence a la rabia, y así no hay manera. Aunque mucho peor es lo de María Botto, a la que le permiten -o le jalean, vaya usted a saber- una amanerada y quejica dicción que lastra su presencia conviertiéndola en comparsa.

Del lado masculino, Antonio Gil ofrece un irregular Creonte, imponente a veces, apocado en otras; Alberto Amarilla cumple en su doble rol de guardián/mensajero, que los 'antigonófilos' saben que ronda las hechuras del clown y que el joven intérprete encarna con hechuras psiquiátricas; la sorpresa la da Elías González, que da vida a un sentido (y sufrido) Hemón. Tres intérpretes extremeños que se ganan su puesto por méritos propios, lejos de cuotas provincianas, pero que certifican la categoría de un montaje menor que la mediocridad circundante convertirá en el salvavidas, momentáneo, de un festival herido de muerte.

 


 


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