Quo vadis Festival de Mérida?

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | La Bella Helena | El mayor favor que se le puede hacer a un espectáculo como ‘La bella Helena’ es evitarle el trago de pasar por el filtro de la crítica. Acaso, lo único que le haga verdadera justicia sea (re)plantearse seriamente su pertinencia dentro de la programación del Festival de Mérida; y eso, honestamente, tiene mucho más que ver con los actuales responsables del certamen que con sus propios promotores y creadores. A dicha cuestión podría responder —por escoger solo una de entre las muchas posibles— la advertencia que Olivier Py, responsable de las cuatro últimas ediciones del Festival de Aviñón (Francia), lanzaba hace un par de años desde una entrevista publicada por el diario ‘El País’: “Un festival”, decía, “no es solo una lista de espectáculos, sino un acontecimiento político”; y añadía: “Es el lugar donde la cultura toma la palabra y dice lo que piensa sobre el estado del mundo”.

La sentencia del jefazo de la muestra de artes escénicas más influyente del mundo venía a redundar en algo que el primer director ‘oficial’ del Festival de Mérida, José Monleón, dejó escrito en su insoslayable ‘Mérida: los caminos de un encuentro popular con los clásicos grecolatinos’ (2004). En esa magna (intra)historia destinada a ennoblecer la justicia poética, el maestro valenciano anotaba aquel que debería convertirse en el primer mandamiento de cualquier gestor de la cita emeritense, basándose en los documentados orígenes de lo que algún día fue un acontecimiento cultural de primer orden: “El Festival no lo inventó un empresario, ni una agencia de turismo, ni un burócrata. Nació de un proyecto cultural y político, cuyas características marcaron sus comienzos y señalan, en las nuevas circunstancias del país y del mundo, el camino a seguir”.

http://www.festivaldemerida.es/fotos/fotos_prensa/2201/files/2201_fichero_1.jpgConviene recordar en este punto la noble intención de los dirigentes de la Segunda República Española de acercar la cultura al pueblo, que desembocó, entre otros hechos singulares, en la primera representación profesional acaecida en el Teatro Romano de Mérida en la era moderna: el 18 de junio de 1933 Margarita Xirgu encarnó a la ‘Medea’ alumbrada por Séneca y versionada por Miguel de Unamuno, que asistió a la histórica función acompañado por las fuerzas vivas del momento, que incluían a los principales dirigentes nacionales, políticos y embajadores foráneos, y destacados representantes de la sociedad española de la época.

Aquel proyecto fue abortado prematuramente por una (in)civil guerra, y posteriormente costó casi dos décadas volver a poner en marcha la maquinaria necesaria para que las representaciones volvieran con (relativa) normalidad al Teatro Romano. Sin embargo, quienes realmente han impedido que dicho proyecto pudiera reeditarse han sido los sucesivos responsables del Festival de Mérida, que han olvidado con recalcitrante insistencia, por motivos espurios, en distinta medida y con honrosas excepciones —“entiéndame quien puede; yo me entiendo”—, sus deberes como profesionales —en el caso de directores y gerentes— y sus obligaciones como asalariados públicos —en el caso de los políticos de turno—.

Así las cosas, hemos llegado a una situación en la que los actuales mandamases se vanaglorian de cifras (mentirosillas) y aplausos (más que discutibles) para sacar pecho cuando a uno le parece que más bien deberían agachar la cabeza. Con la presuntuosa seguridad que aportan la ingeniería financiera y un trabajado cinismo, el omnisciente y todopoderoso Jesús Cimarro lo deja claro cada vez que puede: “Cuando esté equivocado me iré. Por ahora, todo lo que traemos funciona”. Y lo cierto es que no le falta (algo de) razón: basta asistir a una de las funciones agosteñas de ‘su’ festival para comprobar, invadidos por el pasmo, cómo una claque entregada corea y vitorea cualquiera de las naderías programadas bajo su mandato.

El público ocasional está en su derecho de premiar lo que le venga en gana —faltaría más—, pero no debería obviar esta observación de Satoshi Miyagi, director del prestigioso Festival de Shizuoka (Japón): “El teatro popular no es el que usa los códigos de la televisión ni el que resulta fácil de entender, sino el que logra transmitir la naturaleza pura de este arte”. Algo que la línea seguida en el último lustro por el Festival de Mérida no tiene muy claro, pues se empeña —por decirlo en los manidos términos empleados por nuestra clase política— en confundir lo popular con lo populista, rebajando peligrosamente el nivel artístico de buena parte de sus propuestas con el único fin de atraerse el favor del pueblo.

Otra mente preclara de las artes escénicas internacionales, el director del Teatro Nacional de Lisboa Tiago Rodrigues, abunda en el tema que nos ocupa, marcando distancias con Cimarro y compañías mártires y expresando de manera insuperable el sentir del cronista: “Milito por un teatro que pueda ser visto por el máximo de gente, pero no a cualquier precio. No me interesa que millones de personas vean teatro malo. Para eso, prefiero que vean fútbol”; y pone el foco sobre el verdadero quid de la cuestión, que apunta directamente a los administradores de nuestra hacienda pública: “Está muy bien que la gente quiera divertirse y que existan espectáculos que se lo permitan, pero esa no es la misión del teatro público. Lo es garantizar que haya grandes artistas que no sean rehenes de las reglas del mercado. En democracia, nunca deberían serlo”.

En el mismo orden de cosas, el adalid del teatro político contemporáneo, Bertolt Brecht, se había puesto un pelín escatológico para decir algo parecido muchos años antes: “El arte, cuando es bueno, es siempre entretenimiento. Si la gente quiere ver solo las cosas que puede entender, no tendría que ir al teatro: tendría que ir al baño”. Por desgracia, el entretenimiento no siempre es bueno; y cuando no es bueno, no es arte; y cuando no es arte, se convierte en mero pasatiempo, que es a lo más que llegan muchos de los espectáculos programados en las últimas ediciones del que aún se denomina Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, aunque solo haga honor a la primera y a la última de las palabras de su nombre.

Nadie lo olvide: “El Festival no lo inventó un empresario, ni una agencia de turismo, ni un burócrata. Nació de un proyecto cultural y político”. O sea.

 

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