Teatro (in)dependiente
Escrito por Tiresias Martes 02 de Agosto de 2022 00:00
www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | ¡Que salga Aristófanes! | La mera supervivencia de una compañía como Els Joglars supone una bendita anomalía en el panorama teatral español, y eso es, en sí mismo, digno de aplauso. Que una comuna de comediantes tan particular alcance los sesenta años de actividad ininterrumpida los convierte en una rara avis que merece ser protegida, como cualquier otra especie en peligro de extinción. Mas, de ahí a regalarle el aplauso en cada nueva propuesta, media un mundo.
Esta troupe de moscas cojoneras ha dignificado, a lo largo de las últimas seis décadas, la labor que en otros tiempos ejercieron los juglares de la Edad Media o los comediógrafos de la Grecia clásica, o sea, la de elevar la crítica social mediante el genial uso de la ironía, poniendo el dedo en todas las llagas abiertas en el poder establecido. Pero, de un tiempo a esta parte, sus zambombazos ya no resuenan como antes. Más bien parecen inofensivas cosquillas provocadas por un grupo asimilado, absorbido por aquellas administraciones públicas a las que pretende denunciar. Sin ir más lejos, su último espectáculo, ¡Que salga Aristófanes!, está coproducido por los Teatros del Canal de la Comunidad de Madrid —el cortijo Popular en el que, eventualmente, ejerce como capataza Isabel Díaz Ayuso— y el Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya —el corral en el que pacen, desganados y conchabados como malos hermanos, los independentistas de izquierda y de derecha—. Lógicamente, resulta inviable morder la mano que les da de comer, aunque la tentación siga ahí. Cuesta mucho dinero mantener El Llorà, la residencia de lujo en la que se reúne la compañía, y La Cúpula, su singular espacio de trabajo.
Aun así, estos talludos juglares lo intentan. O lo aparentan. El espectáculo que han traído al Festival de Mérida pretende ser un sangrante rejonazo al puritanismo social y a la corrección política. Pero se queda en ligero aguijonazo. El hecho de utilizar la enfermedad mental de un grupo de abuelos gagás, atenúa la acusación. Y la estrategia de señalar a los grises funcionarios como los verdaderos (a)normales, está muy vista a estas alturas de la función. Las (presuntas) puyas no pasen de ser un trillado catálogo doctrinario que pretende aleccionar al respetable sin demasiado tiento.
Lo que nadie puede negarles es su superlativa facilidad —experiencia, mayormente— para diseñar una puesta en escena en la que Alberto Castrillo-Ferrer se luce. Y, menos aún, el regalo de contar con el gran bufón de la corte, Ramón Fontserè, que tomó el testigo de Albert Boadella hace una década y se ha erigido en factótum de una compañía insustituible, pero que debería solicitar a los responsables de Wikipedia que eliminasen el calificativo “independiente” de su presentación.