Largo y sincero aplauso a Medea

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Medea | La tozuda realidad parece empeñada en contradecir lo que León Tolstói advierte en el famoso arranque de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. Sin ir más lejos, solo en la última semana dos jóvenes han ejecutado en Murcia sendos parricidios: el primero en Totana, donde un menor de catorce años acuchilló a su padre durante una riña familiar en la que este se puso violento con su madre; el segundo en Librilla, donde una mujer de 36 años acabó con la vida de su padre y dejó malherida a su madre, aunque esta vez el atenuante podría ser un trastorno mental. Sea como fuere, en ambos casos el reverso tenebroso de la violencia vicaria se tomó la justicia por su mano. Lo de Medea no fue muy distinto, pese a concretarse en la dirección contraria. La celosa bruja —en sentido literal y figurado— no halló mejor manera de vengarse de su esposo, Jasón, que cometiendo un doble infanticidio por despecho: los hijos, ni pa ti ni pa mí. La pervivencia de los mitos en nuestra sociedad queda, pues, más que demostrada, aunque cada cual los rememore a su estilo. Solo hay que echar un vistazo al periódico.

Por enésima vez, las tribulaciones de la princesa de la Cólquida se convierten en protagonistas del Festival de Mérida, pero en esta ocasión se estrenan arropadas por la música de Luigi Cherubini y las palabras de François-Benoît Hoffmann (libreto) y Alan Curtis (recitativos). La ópera que inauguró la pasada temporada en el Teatro Real de Madrid, en coproducción con el Abu Dhabi Festival, con el Coro y Orquesta Titulares del propio coliseo, se (re)presenta ahora con el certamen extremeño como tercer coproductor y, por ende, con el acompañamiento musical de la Orquesta de Extremadura, bajo la batuta de Andrés Salado, y el Coro de Extremadura, dirigido por Amaya Añúa. El montaje original se programó, en el centenario de su nacimiento, como homenaje a Maria Callas, que fue a la encarnación operística de Medea lo que Margarita Xirgu, Núria Espert o Blanca Portillo a la teatral.

Estrenada en el Théâtre Feydeau de París en 1797, en plena resaca de la Revolución Francesa y en los años de transición entre el Clasicismo y el Romanticismo, esta partitura en la que, según uno de sus primeros críticos, predominan “los desvaríos armónicos, las transiciones bárbaras y el cromatismo exagerado”, llegó a ser considerada por Johannes Brahms “la cumbre mayor de toda la música dramática”. Y puede que su apreciación resulte pelín exagerada, pero sin duda se trata de una obra que merece más atención de la que las sucesivas modas le han ido prestando.

Retomando lo dicho al inicio de esta reseña, el montaje de Paco Azorín pone el foco en los niños, despreciando el trato habitual, que los sitúa como pequeños sufridores pasivos, y aproximándose a lo que los escritos mitológicos señalan realmente: que rondaban la pubertad y, por lo tanto, poseían pensamiento propio. Así, en esta modélica versión, los jóvenes se resisten a ser utilizados como arma arrojadiza y toman un protagonismo inédito, retratados como macarrillas descarriados, atenazados por tics que evidencian su trastornada existencia.

La acción se desdobla en el tiempo real y el tiempo mítico, escenificados en el palacio de Creonte y el tártaro, respectivamente. Lo que ocurre es que, dadas las limitaciones técnicas del Teatro Romano de Mérida, carente de tramoya, el dispositivo escenográfico diseñado para el estreno en el coliseo madrileño se presenta aquí y ahora menguado, hurtando al espectador la posibilidad de contemplar físicamente la bajada a los infiernos de los protagonistas de la tragedia. Aun así, lo que queda da suficiente juego para un trabajado movimiento escénico —obra de Carlos Martos de la Vega—, al que sacan especial partido los traceurs que encarnan a las Furias que desatan la venganza de Medea, alardeando de sus sobresalientes dotes para el parkour, y los personajes principales del drama, cuyas voces se proyectan sin mácula a pesar del trote que se pegan durante las dos horas largas de función: escaleras arriba, escaleras abajo.

De los figurones del elenco original, solo se mantienen la mezzosoprano Nancy Fabiola Herrera, que repite como Néris, y la soprano argentina Mercedes Gancedo, que encarna a la primera doncella. A ellas se suman la descomunal soprano Ángeles Blancas (Medea), el tenor neoyorquino Noah Stewart (Jasón), la soprano Leonor Bonilla (Dirce) y el barítono mexicano Esteban Baltazar (Creonte), que mantienen altísimo el listón vocal y expresivo a pesar del mencionado trajín.

Por cierto, cómo se nota cuándo se aplaude el mérito artístico y no solo el reconocimiento popular, porque lo dicho más arriba quedó refrendado la noche del estreno emeritense por el largo y sincero aplauso de un público que volvía a disfrutar de la ópera tras cinco años de ausencia en la programación, pero que esta vez lo hacía con un montaje de primer nivel, que incorpora al Teatro Real como partenaire de campanillas, señalando una senda que el Festival de Mérida debería transitar con mayor frecuencia.

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