Sobredosis de moralina

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Medusa | Una medusa —con minúscula, de las que nos atacan en las aguas de la realidad playera— es un repugnante celentéreo marino, transparente y gelatinoso cuyos tentáculos eyectan veneno para capturar a sus presas y como forma de defensa. Pero Medusa —con mayúscula, habitante del inframundo en la mitología griega— era un monstruo ctónico femenino que convertía en piedra a todo aquel que la mirara fijamente a los ojos. Su homonimia las asocia en nuestra mente, su origen marino las emparenta y su temible presencia las iguala a la hora de ser detestadas por los hombres, aunque ya quisiera para sí la primera gozar del culto que se ha ido ganando la segunda con el correr de los tiempos.

 

Las vicisitudes de la mítica despeluzada las relata Ovidio en sus Metamorfosis: cuando la hija de Forcis y Ceto ejercía como virginal sacerdotisa en el templo de Atenea, fue violada por el hostigador dios del mar, Poseidón; enfurecida con ella por considerarla una provocadora, la remilgada diosa de la guerra la castigó transformando sus cabellos en serpientes, y así lucieron hasta que el escurridizo semidiós Perseo le cortó la cabeza por encargo, convirtiéndola para los restos en un gorgoneion, un amuleto con el que, ahora sí, hacía honor a la etimología de su nombre, que significa literalmente “guardiana”, “protectora”.

Pero, para ser honestos, el mito de Medusa no ha gozado nunca de gran predicamento en las artes escénicas, como demuestra el hecho de que ni siquiera en el Festival de Mérida —dedicado mayormente al teatro grecolatino— su presencia se haya hecho notar en demasía. Si no recuerda mal el cronista, la única vez que la gorgona protagonizó un espectáculo en el Teatro Romano fue hace una década, cuando la bailaora Sara Baras acercó sus penurias al universo del flamenco. Ahora, el polifacético José María del Castillo escribe y dirige una propuesta ad hoc que reivindica su figura como trasunto universal y atemporal de la actriz elegida para encarnarla, Victoria Abril, dando lugar a una operación (meta)teatral digna de estudio.

Porque, cualquiera que haya seguido en los últimos lustros las extemporáneas salidas de tono de la actriz madrileña —mezcla de victimismo y conspiranoia—, que la mantienen (muy, pero que muy) alejada de los proyectos de relumbrón que protagonizara en otros tiempos, entenderá que, entre las declaraciones con las que el joven dramaturgo sevillano presenta su flamante montaje en los medios de comunicación, no resulta fácil distinguir entre la realidad y el mito, entre la persona y el personaje:

—“Mi Medusa es la historia de una mujer callada por la historia. Un personaje fuerte y poderoso que cuenta realidades que no siempre queremos escuchar. Para silenciarla, la historia oficial la etiqueta de ‘monstruo’ para proteger una falsa moral que los ‘poderosos’ establecen como lo socialmente correcto. Esta reformulación del mito da luz a un claro antihéroe que pone de relieve la necesidad de rescatar grandes referentes ya presentes en nuestro imaginario y, a su vez, exponer el valor de lo diferente y de lo auténtico”.

—“En tiempos como los que vivimos, donde la información está sesgada, muchas veces condicionada y no siempre contrastada, me pareció interesante rescatar este personaje tan maltratado por la historia. Medusa no habla solo del mito, habla del miedo a lo diferente y del miedo a la verdad”.

—“¿Quién es el monstruo en esta historia? ¿Medusa por su apariencia de cabellera repleta de serpientes o aquellos que destruyen y condenan desde la cómoda aceptación social?”.

—“Elevando este hecho a un simbolismo que pueda acercarse a nuestra realidad, ¿cuántas cabezas cortamos en nuestro día a día para conseguir que otros cumplan nuestras expectativas? El mito de Medusa habla de lo diferente, de nuestra capacidad de actuar sin condicionamientos, sin miedos. Nuestras acciones son las que dictan quienes somos; no al contrario”.

Y sucede que resulta loable la argumentación temática y la invitación a la reflexión con que Del Castillo defiende y encumbra a su protagonista, pero resulta igualmente osado que se erija en advenedizo moralista para hacernos comulgar con ruedas de molino: Victoria Mérida Rojas, que hace tres décadas era (probablemente) la mejor actriz de su generación —así quedó refrendado en un buen puñado de películas de Vicente Aranda, Pedro Almodóvar o Agustín Díaz Yanes—, hace mucho tiempo que se convirtió en un bulto sospechoso dentro de la profesión por largar boberías y hacer de su (mal) carácter un arma de doble filo que poco a poco la fue condenando al ostracismo.

Y, visto lo visto la noche del estreno sobre la escena romana, es una verdadera lástima porque, la que fuera protagonista de ¡Átame! (1989), Amantes (1991) o Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995), conserva a sus sesenta y cinco años la fuerza que le era propia en su juventud, la prestancia que tanto escasea en su gremio y el aura que envuelve a las grandes divas de la interpretación. Su regreso a las tablas justifica —por una vez y sin que sirva de precedente— el importe de la entrada, aunque sus intervenciones serían más soportables si el autor de sus parlamentos aligerara su carga panfletaria, su peso discursivo y su derroche de moralina, que convierten esta pretendida tragicomedia en un carísimo brebaje que no es ni chicha ni limoná.

 

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