Rebelde, revolucionario y emocionante

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Ifigenia | Ifigenia es la pariente pobre de la saga de los Atridas, donde relumbran Agamenón y Menelao, Orestes y Electra, incluso las arrimadas Clitemnestra y Helena; Ifigenia es el chivo expiatorio sacrificado por su propio padre para lavar en el mar Egeo los pecados por venir en la Guerra de Troya; Ifigenia es la mártir bendita que posibilita el avance aqueo contra (la falta de) viento y marea; Ifigenia es, para Eva Romero, “la tragedia de las mujeres por el hecho de serlo”. Recapitulando: sin la ofrenda previa de Ifigenia no existirían la Ilíada ni la Odisea ni la Orestíada ni la Eneida… es decir, se nos habrían hurtado varios capítulos esenciales de la mitología griega e incluso de la romana; y, por consiguiente, ahora deberíamos buscar el origen de la violencia machista en otra parte, ya que la suya fue la primera muerte antinatural de una mujer a manos de un hombre registrada en la literatura occidental.

A pesar de ese indeseado carácter fundacional de nuestra (in)civilización, rara vez se elige a la princesa micénica como protagonista del relato: como la mayoría de las víctimas, sufre las consecuencias de un silencio impuesto y nada inocente; tanto es así que, como recuerda la directora del espectáculo que ahora se estrena, en setenta años de trayectoria del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, nunca nadie ha contado la historia de Ifigenia en Áulide; aunque cabe advertir que solo tiene parte de razón porque, si hubiera investigado un poco más —o atesorara, como el cronista, la suficiente experiencia festivalera—, sabría que en 1999 Omar Grasso, al frente de la Comedia Nacional de Montevideo, versionó Ifigenia en Áulide e Ifigenia en Táuride de Eurípides, además de La Orestíada de Esquilo y Troilo y Crésida de Shakespeare, en un montaje titulado Los asesinos que la poeta Idea Vilariño trasladó al verso. En cuanto a su complementaria Ifigenia en Táuride, esta sí fue puesta en escena íntegramente por el griego Kostas Tsianos y la compañía del Teatro Municipal de Larissa en 1991.

Menudencias aparte, lo verdaderamente reseñable del estreno que cierra la septuagésima edición del certamen emeritense es que el cuarteto Zarco-Romero-Mesón-Garralón vuelve por sus fueros tres años después de presentar su particular visión de Las suplicantes de Esquilo y Eurípides. Para la ocasión, la fórmula empleada es la misma: rescatar la tragedia griega original, en fondo y forma —en este caso una trilogía de textos clásicos formada por la mencionada Ifigenia en Áulide, Hécuba y Agamenón—, y presentarla como una obra de nueva creación. Una vez más, Silvia Zarco se encarga del texto; Eva Romero de la puesta en escena; Maribel Mesón de la producción ejecutiva; y María Garralón de la interpretación; cuatro “artivistas” —así se autodenominan— que defienden el feminismo como ideología y llevan la sororidad por bandera, cuyo activismo se expresa a través del arte.

Su Ifigenia parte de un concepto tan poético como fatal, la hamartía, con el que Aristóteles quiso explicar en su Poética la inevitabilidad para los héroes trágicos de cometer un error fatal al intentar hacer lo correcto en situaciones en las que lo correcto, simplemente, no puede hacerse; pero trasciende la hamartía para terminar denunciando al hombre, en cuanto varón, por ser el único animal que tropieza (sospechosamente) dos veces con la misma piedra: porque, si en el viaje de ida fue Ifigenia la sacrificada para que la flota griega pudiera partir hacia la devastación de Troya, en el de vuelta fue Políxena la inmolada para que los vencedores regresaran a casa con el viento a favor; y esa machacona insistencia en el error anula definitivamente su heroicidad marcial y los convierte directamente en verdugos, situando de paso a sendas princesas, una griega y la otra troyana, y a sus respectivas madres, Clitemnestra y Hécuba, en el mismo plano de la historia, el de las víctimas, independientemente de que la posteridad las haya catalogado como vencedoras o vencidas.

Las cuatro se erigen en protagonistas absolutas de este formidable juego de espejos dispuesto por Zarco, que hila una tragedia con otra hasta dar forma a un magnífico texto, rebelde y revolucionario, capaz de erizar la piel, que para los menos habituados es algo que no sucede desde hace años en el Teatro Romano. Y buena culpa de ello la tiene la puesta en escena de Romero: ágil, eficaz, sencilla, sobresaliente… y acertadísima al relegar a los (presuntos) héroes al papel de meros comparsas, ajusticiados finalmente por las sufridoras pasivas de sus tropelías.

El reparto se desenvuelve a un nivel muy digno, con la excepción del menguado Ulises de Alberto Barahona, el impostado Agamenón de Juanjo Artero y el escandaloso error de casting que encarga la interpretación de Clitemnestra a una Beli Cienfuegos que llega tarde (por edad) y mal (por todo lo demás) al mandado. En cuanto a la escenografía, limitada por el (escaso) presupuesto asignado a la producción, vuelve a sacar un enorme partido al proscenio, algo que va camino de convertirse en tradición en este tipo de montajes.

Por cierto, en la rueda de prensa de presentación del espectáculo, Jesús Cimarro, director del Festival, hizo hincapié en el cierre de esta edición con “sello extremeño, algo que como festival nos llena de satisfacción”, un argumento regionalista que empieza a sonar demasiado cateto en una época en la que son especialmente denostados los patriotismos y los nacionalismos. Aunque peor fue lo de la consejera de Cultura, Turismo, Jóvenes y Deportes, Victoria Bazaga, que, indiscutiblemente contagiada por el forzoso ayuntamiento de su Partido Popular con Vox, definió el proyecto como una “obra mestiza, dado que son los nuestros con los de fuera y los de fuera con los nuestros”; una rancia perogrullada que no mejoraría ni su disléxico expresidente Rajoy defendiendo que “España es una gran nación y los españoles muy españoles y mucho españoles”.

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