Una noche bochornosa (además de calurosa)

Tiresias

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Salomé | Acaso algunos de mis (improbables) lectores desconozcan que la añorada madrina y pétrea centinela del Teatro Romano de Mérida, Margarita Xirgu, encarnó en su juventud a la princesa idumea Salomé. Mas no fue en el recinto emeritense —cuyas excavaciones comenzaban por aquel entonces—, sino en el Teatro Principal de Barcelona, a comienzos de 1910. Quien sí dio vida a la Salomé de Oscar Wilde en el resucitado teatro fue la musa más longeva y prolífica de nuestro Festival, Nuria Espert, en un montaje de campanillas en el que Mario Gas dirigió una versión de Terenci Moix sobre una plataforma circular de metacrilato diseñada por Ezio Frigerio, allá por 1985. Aunque la discutible inclusión en el canon particular del certamen de un relato bíblico tan ajeno a la tradición grecolatina alcanzó su culmen con la programación de la ópera homónima de Richard Strauss en 2014, con Álvaro Albiach al frente de la Orquesta de Extremadura y puesta en escena de Paco Azorín.

Ajena a polémicas propias de puristas, la actual dirección del certamen vuelve a abundar en el tema, encargándole (y produciéndole) un nuevo texto a una figura —escójase la vigésimo tercera y última acepción del Diccionario de la lengua española— de su absoluta confianza, Magüi Mira, con el objetivo de desprenderse del tufo decadente de la tragedia de Wilde y de las acusaciones de depravación de la pieza lírica de Strauss. Lo que no se atreve a asegurar el cronista, visto lo visto la noche del estreno, es que el encargo cumpla con lo encargado —valga la redundancia—. Mas todo se andará.

El drama de violencia intrafamiliar —con perdón— protagonizado por Salomé, Herodes Antipas y Herodías puede resumirse parafraseando un par de estrofas de la copla de Mostazo, Cantabrana y De la Oliva que popularizó Angelillo, cantando en nombre de Juan el Bautista: “Por ser hija de la reina de la tribu / sus caprichos como leyes respetaban. / No hubo ná que se negara a sus deseos, / mi desprecio solamente la mataba. // El rey de la tribu le dijo en la danza: / por lo bien que bailas, pide lo que quieras. / Y llena de celos, dijo enloquecida: / solo es mi deseo, que el Bautista muera”. Aunque, naturalmente, los motivos de esta femme fatale avant la lettre eran mucho más complejos.

La dramaturga Mira pone el acento, al principio, en la veta feminista del plante ante los abusos machirulos, muy en la onda de estos tiempos. Pero pronto hace suya la tradición que convirtió el inocente baile de una niña de once o doce años durante la fiesta de cumpleaños de su tío abuelo —según los evangelios canónicos— en la danza erótica y desvergonzada de una puta ante su calenturiento padrastro —como fijó San Agustín en uno de sus sermones—, asumiendo de alguna manera el rol de peligrosa tentación que la mujer viene desempeñando en las mentes más obtusas por los siglos de los siglos.

Para encarnar a la altiva princesa, la también directora Mira escoge nuevamente a la polifacética Belén Rueda, como ya hiciera en 2020 al encomendarle el protagonismo en su Penélope; y nuevamente la pifia, regalándole un personaje por encima de sus posibilidades. La actriz y presentadora madrileña se defiende a duras penas mientras aparenta ser una joven enamoradiza y pizpireta, pero no da la talla al transmutarse en mujer fatal: el gatillazo erógeno de su danza de los siete velos pasará a los anales de las escenas más bochornosas —algo imperdonable en plena ola de calor— de la historia del Festival de Mérida.

Aunque más bochornosas aún resultan las tres piezas cantadas por Pablo Puyol desempeñando la portavocía del Frente Popular de Judea —¿o era el Frente Judaico Popular, querido Brian?—: por extemporáneas —aniquilan el ritmo de la función—; por innecesarias —nada aportan sus letras al devenir de los acontecimientos—; y por malas —torpemente compuestas y peor ejecutadas—. Claro, que poco se puede hacer con una música tan horrenda como la servida por Marc Álvarez: una especie de soft rock inofensivo y hortera que las más de las veces termina resultando invasivo.

Añádanle a esto una pareja de monarcas (Juan Fernández y Luisa Martín) marcadamente caricaturescos pero insoportablemente sobreactuadísimos; y una estrella —sí, una estrella del cielo sobre la Tierra, como lo oyen— (Sergio Mur) con las trazas mesiánicas y new age de Jesucristo Superstar; y una guardia real indisimuladamente talibán, ataviada con chadores islámicos y gafas de sol, que se expresa en ripios que dan grima cuando deberían provocar risa.

Todos ellos desembocan en un último tercio de función en el que el desvarío se apodera definitivamente de la tragicómica propuesta, que —por responder al interrogante del principio— termina siendo más decadente que la de Wilde y más depravada que la de Strauss, aunque en otro sentido.

 

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